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jueves, 24 de marzo de 2011

DE AZUCAR Y PAPEL (fragmento)



Cincuenta y siete pocos años, pocos y tantos a la vez, que guardan y manifiestan en un cuerpo (el mío), variadas experiencias y tantos y pocos malos recuerdos que empujan al vuelo —a veces— sin regreso. La rutina de pronto me atrapa en un presente desabrido y de pronto me suelta en un pasado paradójico. En ella (la rutina) está siempre la contrariedad de desmadres de este mundo: risas, llantos, costumbres, injusticias, dolor, balazos, gritos, mafias, poder, odios, sangre, muerte... y amor...amor y desamor saliendo de la caja de color que está frente a mi cama todos los días —bueno, y también todas las noches— de mi callada y eterna noche; algunos la llaman la caja del diablo creo que no están tan errados, tiene ella muchas sutilezas y trampas como el diablo mismo... ¿No tendré yo dentro de mí una caja igual con escenarios tan opuestos? —lo sabe Dios—. Las paredes de mi cuarto guardan ecos que de vez en cuando en el silencio de las sombras me vuelven a gritar y no me dejan dormir. Son tan pocos más bien ni tan pocos porque rayan en el ausentismo total los te quiero o los gemidos que surgen por el amor, que se intimidan ante el acervo de ecos tan vacíos.

Hay hendiduras...en la mayoría de mi casa hay hendiduras; yo me siento frente a ellas, cierro los ojos, me interno en ellas, es como internarme dentro de mí, ¿seré tan oscura, tan dura como una pared? —me pregunto— no lo creo lo que más bien creo es que creo que mi vida ha sido tan real como una vieja pared que tiene grietas como heridas, y tan irreal que me las ingenié para abrir en ella ventanas hacia el cielo y puertas al infinito, si no fuera por esto, la verdadera realidad me habría devorado hasta las uñas; hay paredes que por más que se resanen, el tiempo termina volviéndolas a abrir, los asentamientos de la tierra contribuyen, así mismo la rutina que me sacude —dejándome más empolvada—, remueve mi pasado, perturbando mi presente, estancando mi futuro agrietándome más heridas y lo que no me llena, termina vaciándome...

Fui aislada, siempre lo he sido, aislada como Juan Salvador Gaviota en sus sueños de altura; sólo me hacía acompañar por mis muñecos, fieles porque no hablaban, aunque debo confesar que no todo silencio es fiel, hay silencios que guardan infidelidades, infidelidades que matan o dan vida. Mis muñecos sabían callar y sabían más de mí que ningún mortal; mis pensamientos, mi forma de ser, no encajaban ni con mis padres ni con mis hermanos — ¡ni con nadie!— les gritaba... a veces me asaltaba la idea de ser sola en el mundo, pero la soledad es cabrona; nadie en mi casa imaginaba mis sueños, (mis sueños de pianista y escritora) sólo me miraban con desconcierto cuando sonreía sumergida en el paraíso de mi fantasía.

Parece que estás en la luna —me decía mi madre al verme como ida.

¡No estoy en la luna! estoy en el sol y no te invité, ¡vete! no invité a nadie, el sol es mío sólo mío.

Soñaba que tenía alas como de ángel — ¿no seré en realidad un ángel, que me porté muy mal y me descielaron? quién lo sabe— desde las alturas podía contemplar el mundo, mi mundo pequeño como un granito de mostaza y así era mi fe por eso creía que movería montañas, pero la realidad era que la montaña de frustraciones estaba demasiado adherida a la tierra de mis imposibles tanto que hasta parecía irrealidad...

Eran las 9 menos veinte —qué manera tan pendeja de decir la hora—. Los pupitres comenzaron a llenarse de libros y de traseros infantiles; al frente, el “respetable” maestro de 5º grado —hijo de su puta madre— se parecía al gato de Alicia, yo quería que fuera tan invisible como él y que sólo se vieran sus dientes blancos como la espuma para rompérselos y convertirme en heroína, en la primera en desaparecer a un maldito invisible hijo de puta. Regurgité el desayuno nomás de verlo ahí parado como todo un dios, con su sonrisa cínica fraguando el plan que fraguaba todos los días en su encebada cabeza. Su voz parecía amable pero él no lo era, no era ni una pizca de amable era un perverso de mente retorcida.

A las nueve menos veinte —repito— Se sentó en su silla de dios como todos los días; abrió el libro tan temido (lista de presentes para revisión de tareas). Nombró mi nombre comenzando por mi apellido —para mi jodido colmo mi apellido comienza con A así que siempre era la primera—. Me acerqué y me ordenó que fuera a su lado, en cuanto me paré a su lado tras el escritorio que le servía de tapadera —entre otras cosas— sus manos se entremetían en mis piernas de niña, ¡de niña sí! sentía náusea, estuve a punto de vomitar, ese y todos los días. El cabrón olía a brillantina barata y a eso le olían las manos (con ese olor me desperté por muchas noches queriendo gritar con mil preguntas en mi cabeza que nadie me podía responder porque nadie sabía mi pesadilla y nunca supe cómo contarla ni a quién., me daba vergüenza)… (hago otro paréntesis porque quiero decir que los paréntesis suelen sacarme de la concentración en una lectura pero me gustan, son como naves en el espacio sideral de las ideas, los paréntesis viajan sobre una línea y de repente se desvían invadiendo por necesidad, por mera necesidad, otra línea para darle al otro pensamiento la oportunidad de plasmar también, así son los paréntesis). A brillantina barata le olían las manos —vuelvo a decir—, las mismas manos que querían llegar más arriba de mí pero nunca las dejé, conforme subían yo iba apretando las piernas como una llave de presión mientras le mentaba la madre con mis ojos, ojos que hablaban dagas queriendo sollozar preguntas. Abusivo de mi vulnerabilidad, yo era tan indefensa como un pájaro en las fauces de un gato salvaje.

Cada día me llevaba en retrospectiva no había avance en mi confundida cabeza siempre fue lo mismo: ¿Se creería que yo era pupila? líbreme Dios, ni de la de sus saltones y horrendos ojos, < ¡ni puta, ni madres! faltaba más> —pensaba— debió haber nacido sin manos para que lo tiraran a la basura.

María Ayala © (todos los derechos reservados)


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