Cuéntame,
Dios, la vida de mi abuela.
Dime
cómo era de niña. ¿Con qué jugaba
con
qué reía, con qué lloraba?
Quiero
saber cómo era ella cuando apenas despertaba.
Cuéntame
de sus fantasías, de sus anhelos.
Mi
abuela no era de sombra, ni de arena,
ni
de azúcar ni de viento.
No
era de tierra, no era de cielo,
ni siquiera de carne y huesos, era…
de romero,
así la recuerdo... pero
sólo supe de sus penas.
Yo comencé
a verla con el invierno encima,
no
pude ver sus primaveras.
Muéstrame,
Dios, el lugar dónde escondió sus silencios;
me
gustaría saber si cómo yo, ella también volaba
y tenía el alma llenita de sueños.
¿Dónde
cargaba ella sus sueños,
en
la cabeza, en los pies, en el corazón?
Tal
vez se le quedaron guardados en un cajón
o enterrados
en la tierra que labró;
o se
le convirtieron en aves que emigraron lejos.
O quizá
los lloró en cada hijo que parió.
Mi
vieja sabía a melancolía
pero
le brotaba miel para dar amor.
Y cuando
ella reía
era su
risa como el canto del ruiseñor.
Me
quedé sólo con vestigios de su vida…
Cuéntame,
Dios, el tiempo oculto de mi abuela
dime
todo de ella; cuéntame de sus dolores callados,
de
sus alegrías…
Quiero
una concha de nácar para sus lágrimas,
una
caja de música para guardar sus risas.
Un
lienzo blanco para dibujar sus manos,
aquellas
manos que salvaron vidas,
y
trabajaron con esmero, y me aliviaban dolores.
Aquellas
mismas manos que de tarde en tarde
repasaban
sus penas en las cuentas negras de un rosario
y me
remendaron vestidos blancos para ofrecer flores.
Ahí
donde esté... deshójale, Dios, aquel breviario de sus tristezas.
Constrúyele
ahora un camino de delicada duela
y de
los sueños rosas que le encerró la vida en el ropero,
píntale
verdes prados donde vuelen sus mariposas.
Y para
sus pies cansados,
tiéndele
una alfombra de aromático romero.
© María Ayala.
© María Ayala.